“allí recibimos los primeros golpes y la cosa fue tan inesperada e insensata que no sentimos ningún dolor, ni en el cuerpo ni en el alma, sólo un estupor profundo…
¿Cómo es posible golpear a una persona sin piedad”?
— Primo Levi, Si esto es un hombre, 1988
En agradecimiento a los profesores Manuel Antonio Garretón, Rodrigo Baño y Darío Montero, quienes colaboraron aportando sus apreciaciones sobre derechos humanos, sociedad civil y democracia cultural para este escrito y futuras publicaciones.
La historia política contemporánea se puede reseñar como un largo y dificultoso proceso orientado a consolidar una memoria social que garantice el principio de los derechos humanos y la convivencia democrática entre las y los ciudadanas/os. Distanciándose de aquel notable ensayo que inaugura el pensamiento político moderno, “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo —cuya importancia radica para el filósofo Jacques Ranciére en la intención por depositar en el sujeto una agenda de gobernanza provista de cualidades propiamente despóticas: ambición y personalización del poder—; los ensayos “Sobre el concepto de historia” del filósofo Walter Benjamin o, previamente, “Qué es una nación”, del teórico francés Ernest Renan, al contrario, recalcan este esfuerzo consciente del Estado por afianzar su legitimidad al recordar su historia y, con ella, los crímenes en que ha participado activamente. Se habla entonces de una institucionalidad comprometida consigo misma en una relectura crítica a las estrategias de relacionamiento que establece con la sociedad que representa, gobierna y norma. Su finalidad es instruir, cultivar y proyectar en dicha sociedad un imaginario simbólico que respalde, en estos términos, un futuro posible, al defender enérgicamente los límites inquebrantables que fundan un régimen político democrático. El arduo empeño que implica alcanzar esta memoria colectiva se observa disputado en el conflicto palestino-israelí que se ha constituido como uno de los principales dramas humanos del actual siglo, siendo un fenómeno que, a partir de las dinámicas implementadas y los discursos políticos formulados, permite establecer un lamentable paralelo histórico con el más impactante genocidio del siglo XX, el holocausto.
Al revisar con detalle el proceso político y las investigaciones en ciencias sociales y humanidades del último siglo, se constata que ningún fenómeno alcanza la magnitud del exterminio contra la población judía europea. Si bien es cierto que en estas décadas se asiste a una serie de crímenes contra la humanidad cuyas finalidades —según organismos como el Tribunal Penal Internacional y la Organización de Naciones Unidas (ONU)—, son principalmente la persecución y el asesinato étnico masivo, entre ellos, los genocidios armenio, ruandés y camboyano, el impacto cultural del holocausto traumatiza la conciencia democrática de la humanidad a la vez que le concientiza sobre las consecuencias del autoritarismo. Autoras(es) como la escritora Anna Frank, quien relata en su afamado diario el obligatorio retraimiento y las penurias de la vida familiar clandestina en el Ámsterdam ocupada; el psiquiatra y filósofo Víctor Frankl en “El hombre en busca del sentido”, ensayo en que entrega una serie de reflexiones sobre la pérdida de esperanza y el afán único de supervivencia de los prisioneros en los “lager” (campos de concentración); o el escrito “El infierno de Treblinka” del corresponsal de prensa Vasili Grossman, quien registra el shock emocional que causa la liberación del infame campo en que se liquidó a los supervivientes del Gueto de Varsovia, abordan la infinita tragedia de la comunidad judía en el contexto del fascismo gobernando el Estado alemán. De esas obras, posiblemente la más relevante en términos de su popularidad y densidad teórica corresponda al ensayo autobiográfico “Si esto es un hombre”, del escritor judío italiano Primo Levi, quien comenta su experiencia como prisionero en Auschwitz. Su importancia radica en que, desde su vivencia cotidiana, problematiza la condición humana acosada por el horror y el hambre, causando la pérdida paulatina del estatuto con que se inaugura la democracia moderna. Esto es, las fronteras que distinguen el bien del mal en sociedad.
Utilizado luego como insumo conceptual en la teoría política de Hannah Arendt para describir la crueldad como un comportamiento enquistado en las características persecutorias y destructivas del totalitarismo, este escritor releva en pasajes desesperados la indiferencia de la dirigencia alemana en Berlín frente al sufrimiento humano y el abandono de sus semejantes a la muerte. Nos atreveríamos a decir que pocas obras han ennoblecido la conciencia humana con mayor angustia, honestidad y realismo que la experiencia relatada en este ensayo. Sus páginas representan el esfuerzo por conmemorar a esas personas inocentes obligadas a renunciar a sus vidas para convertirse en trabajadores esclavos, verdugos indolentes o, evaluando el peor de los casos, en humo saliente de los hornos crematorios. De sus observaciones centrales se distingue, por un lado, la maldad del sujeto deudora del sistema político al que debe su estatus y poder, expresada a su vez en todo comportamiento destinado a perseguir y castigar a una minoría étnico-religiosa radicalmente demonizada, y, por otro lado, a la resiliencia adaptativa de las prisioneras(os), que recurren a una serie de estrategias de colaboración y rescate para permanecer con vida un día más. La pregunta retórica que le da título precisamente expone esta dualidad compleja que implica el servicio asesino de un tipo especifico de política estatal frente al esfuerzo humano por abrazar y acompañar el sufrimiento de sus víctimas.
Las enseñanzas históricas y sociales formuladas por la experiencia que relata este libro, estimando las dinámicas del fenómeno y los discursos otorgados por las principales dirigencias, permiten formular paralelos con el genocidio del pueblo palestino, proceso dramático que articula actualmente buena parte de la discusión política internacional. Resulta imposible no rememorar la angustia asfixiante de la escritura de Primo Levi al reseñar el obligatorio enclaustramiento impuesto por las Fuerzas Armadas del Estado israelí en contra de la población palestina en la principal ciudad del país —Gaza—, convertida en una terrorífica ciudadela sitiada al estilo de los guetos o los principales campos de concentración de la Shoah. Sometidos a un brutal asedio, se cuentan por decenas de miles las denuncias ante las instituciones internacionales por violaciones a derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, con un elemento que le otorga un impacto aún mayor: su visibilidad pública. El material fílmico, periodístico y literario masificado a tiempo real muestra actos de extrema brutalidad e indiferencia ante el padecimiento del pueblo palestino forzado a morir por los constantes bombardeos y el bloqueo comercial que impiden solventar necesidades humanas elementales como servicios alimentarios básicos y asistencia hospitalaria de urgencias.
Sumado al drama de esta comunidad, se identifica un componente especialmente condenable. La participación de las instituciones y las dirigencias políticas del Estado de Israel —junto a la colaboración de estados vecinos como Egipto— en la promoción y justificación de esta masacre premeditada. En una cruel ironía histórica, el gobierno, con su primer ministro al frente, Benjamín Netanyahu —un liderazgo autoritario basado en una vocación hostil, intervencionista y expansionista—, no escatima en reconocer su involucramiento económico y militar para financiar organizaciones paramilitares que agudizan el conflicto en la región junto con justificar las estrategias de bloqueo que afectan a la población palestina con motivos de garantizar la seguridad nacional israelí. Las justificaciones que fundamentan su estrategia son similares en términos culturales a la legitimación de la persecución judía por el fascismo en Alemania. Apoyado actualmente desde los sectores más reactivos, practicantes del sionismo religioso, tendencia ideológica caracterizada por rechazar los repertorios culturales islámicos e izquierdistas, su retórica y agenda es claramente supremacista, antiárabe y militarista, en una suerte de revolución autoritaria que altera el equilibrio geopolítico de medio oriente marginándole de la comunidad internacional pero acercándole a los renovados liderazgos de la extrema derecha europea, estadounidense y latinoamericana. Al ser consultado tanto en medios de prensa como en foros internacionales, no escatima en atribuir un significado moral a la labor persecutoria del Estado israelí, componente que también se expresa en las dirigencias del Estado alemán entre 1933 y 1945. Sus justificaciones alcanzan el mesianismo al citar públicamente pasajes de textos religiosos, como la Biblia y la Torá, bosquejando un panorama en que Israel convive con sociedades vecinas sumidas en el oscurantismo y la radicalidad anti-occidental, lo que legitima las acciones militares por ser, en sus propias palabras, “tiempos de guerra por nuestro futuro común”. Las violaciones a los derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad en que ha incurrido como política de Estado su gobierno quedan entonces revestidas por un aura correctiva y civilizatoria, demostrando la indiferencia absoluta de las directivas en Jerusalén y el núcleo duro de su electorado por atender el padecimiento del pueblo palestino y la presencia de un social-darwinismo cuya finalidad es hegemonizar o llanamente liquidar sus repertorios culturales. Mientras tanto, así como Primo Levi relata los gestos cotidianos honorables de los prisioneros por colaborar con sus pares, centenares de miles de palestinos, junto a organizaciones de socorro y funcionarios independientes, emplean una serie de estrategias de colaboración alimentaria, clínica y educacional, demostrando así la nobleza del alma humana frente al horror del autoritarismo.
Estimamos de este análisis que la constitución del Estado contemporáneo es entonces indisociable del esfuerzo por formular, legitimar y consolidar una memoria colectiva que rechace el militarismo y supremacismo, elementos que describen el comportamiento de las directivas políticas en los dos fenómenos que aborda esta columna y en la obra colosal que ilustra el escritor italiano. Pensado con detenimiento, así como en los procesos de reparación de Nüremberg, sólo es posible un futuro como humanidad si llegamos a un consenso básico, esto es, la administración y aplicación efectiva de justicia en contra de los crímenes ocurridos.
Mauricio Encina
Director Revista Némesis
Departamento de Sociología
Universidad de Chile