El retorno de la banda más importante del rock británico de los últimos 30 años no es sólo un bálsamo para quienes desde niños aprendimos acordes, coreamos sus canciones e internalizamos el sentido de sus melodías, sino también una bella coincidencia respecto del debate artístico y del estado actual de la política inglesa.
Millones de personas nos alegramos por la unión -esperemos no truncada por sus afamados conflictos internos- de la música con que empezamos a explorar el mundo, nos enfrentamos a nuestras primeras decepciones y supimos avanzar dejando a quienes ya no son parte de nuestras vidas. Contrario a lo que suelen suponer sus críticos, no lo hicimos necesariamente escuchando “Wonderwall”, sino apreciando decenas de discos que evocaron momentos, espacios y personas que hoy se resguardan únicamente en esa confusa naturaleza que envuelve los recuerdos. Lo cierto es que, si bien estos días ese universo de canciones ha vuelto a sonar en radio y redes sociales, sus fanáticos nunca hemos sabido soltarlas porque hacerlo significa renunciar a la experiencia de nuestro pasado, cuestión problemática si se asume al ámbito estético, según sostiene el filósofo John Dewey, como un depósito consumado de esa experiencia, una suerte de bóveda llena que se ancla desde un momento y que perdura dándonos sentido así cambiemos con el paso de los años. Refiere entonces a alcanzar lo que desde la filosofía griega clásica se entiende como “arte”, esto es, por medio de manifestaciones (música) trascender el carácter utilitario o material de un producto, alcanzando la exaltación estética caracterizada como fase pasiva y contemplativa. Subrayando los aspectos cualitativos de la experiencia artístico-estético, por sobre su énfasis objetivo, ósea, su pura materialidad comercial, convendría profundizar en el público hacia el que se dirige Oasis y capta sus intereses desde su aparición en la escena musical británica a propósito de las bulladas críticas en su contra.
Luego de los años ochenta, caracterizados por un sonido más rico y diverso, sumado al ascenso de nuevas agrupaciones como blur que intentan dar continuidad a este, el ciudadano inglés promedio, perteneciente a una clase obrera en retirada, seguía siendo un oyente excéntrico, escasamente representado por el alternativismo dominante. Objeto de marginación cultural, el periodista Owen Jones les adjetiva como “Chavs”, término peyorativo para hacer referencia a jóvenes de clase baja, con vestimenta callejera, sin gustos foráneos y amantes del fútbol. La aparición de una nueva banda, ahora localizada hacia el norte del país, afectado por las estrategias de desindustrialización y globalización implementadas por la política thatcheriana, desde el lanzamiento de su primer disco, “Definitely Maybe” (1994), marca un punto de inflexión en la historia musical del país. Es un disco estruendoso. El sonido eléctrico y la tonalidad nasal de su vocalista, sumado a letras sencillas que evocan una reacción aparentemente positiva frente a las tendencias depresivas y oscuras del renovado rock estadounidense, llaman la atención de esos jóvenes. Es como si su experiencia de marginalidad ahora se trasladara a la música, entrando con canciones más estruendosas y básicas como si se tratase de patear la puerta del reducido y siempre rebuscado mundo artístico inglés. Estaba el primer paso: ingresar.
El segundo disco, en cambio, implica la abierta consolidación de la banda y su masividad a escala mundial, aunque con una diferencia significativa respecto del primero. Quien haya escuchado (What´s the Story) Morning Glory (1995) concordará que la cuestión central ya no es tanto la reacción positiva del disco pasado, sino el involucramiento atribuible a la experiencia emocional y de enamoramiento. He aquí otro punto de inflexión. Y es que, si el anterior disco había identificado fuertemente a esa clase obrera en decadencia bajo un criterio esperanzador, este lo hizo desde uno sentimental. Ya los jóvenes “Chavs” no sólo podían escucharse, sino sentirse parte de melodías míticas que han quedado grabadas en la conciencia colectiva del pueblo británico. Refiere entonces más que a la exaltación estridente, a una defensa nostálgica por atesorar recuerdos y afrontar el futuro. Los siguientes discos, como Be Here Now (1997), The Masterplan (1998) y Standing on the Shoulder of Giants (2000), con matices por la exploración más psicodélica del último, mantienen esa impronta, cantando a quienes ya no están y aún así persisten en la intensidad de nuestros recuerdos cotidianos. Y tras esa impronta se mantiene la marca característica de la agrupación: su simplicidad artística. Quienes le cuestionan suelen compararle -en su detrimento- con el virtuosismo de The Beatles y The Smiths, pero al hacerlo recaen en el mismo error, que consiste en ignorar descaradamente el público que intenta representar y visibilizar Oasis. Es un público cualitativamente diferente, que no valoriza tanto la complejidad armónica e instrumental, sino la simplicidad melódica y literaria. Abstraídos de prejuicios siúticos, el arte es, tal y como recordaba de Dewey y la tradición filosófica, una experiencia sensible que trasciende calidad o valor objetivo, localizándose más bien en un espacio puramente contemplativo. Las críticas entonces debiesen apuntar a cuestionar lo que la clase obrera estima sensible, parecido a las polémicas culturales del siglo XIX en que las oligarquías solían sostener la exclusividad personal del “arte” como otro título de nobleza.
Asumiendo el punto de vista anterior basado en la relación entre obra artística e identificación social, vale aproximar el tercer elemento de este comentario: la política. Usualmente Oasis, además de las críticas por su “escaso refinamiento creativo”, es cuestionada debido a su mínimo compromiso musical con la izquierda británica, cantando más acerca de la esfera sentimental que impugnadora. Al contrario, sus canciones parecieran exaltar la emocionalidad y nostalgia de amores que, aunque decisivos, son pasajeros, echándose de menos -según sus críticos- alguna referencia a la corona o a la desigualdad social especialmente dañina para su fanaticada. Este juicio es también lapidario si se entiende el contexto de la Inglaterra de los años noventa, cuyo tejido social estaba gravemente deteriorado debido a largas décadas de política “Torie”. No obstante, retomo, aunque más limitada la idea anterior ¿es menos valorable una agrupación cuyo contenido artístico se aleja de uno polarizante precisamente por el público que pretende representar? Al respecto, recuerdo que a diferencia de la escena punk a fines de los años setenta, el oyente de Oasis es un joven despolitizado, cuyas referencias colectivas se desmoronan a su alrededor y el propio ensimismamiento en sus conflictos sentimentales expresa el nuevo patrón atomizador. En tal caso, no es que esta banda sea despolitizante, sino únicamente el reflejo del estado en que se encuentra la sociedad en cuestión: es aquello que los cientistas sociales bien conocen acerca de la influencia de una sociedad sobre las formas artísticas que le identifican. Sin caer entonces en culpar al mensajero por el mensaje, estimo pertinente rememorar la participación de su principal compositor, Noel Gallagher, en apoyar públicamente la candidatura de la nueva izquierda representada por Toni Blair en el mayor auge de la agrupación, cuestionando con este en el gobierno los retrocesos en materia impositiva, distributiva y social, curiosa coincidencia si consideramos que hace apenas dos meses un nuevo miembro del partido laborista, Keir Starmer, alcanza el puesto de primer ministro.
Quisiera finalizar esta columna dando a entender que no es sólo una banda mítica sino también una de las formas artísticas más genuinas y auténticas que ha tenido el pueblo británico para incorporarse al mercado de los sentimientos, casi siempre limitado a quienes podían pagar por él. Es una agrupación representativa de sectores históricamente invisibilizados que frente a la disolución del mundo conocido aún desea corear a estadios llenos melodías que, “básicas” o “simples”, reviven muchos de los mejores momentos y personas que han pasado en nuestras vidas. Expresa un canto a la emocionalidad de recuerdos marcados desde la adolescencia en nuestra identidad y, quien sabe, la esperanza de reencontrarnos un día para, tal y como dice Don´t Go Away, esta vez hacer las cosas bien…
Mauricio Encina
Licenciado en Sociología
Director
Revista Némesis.